Un orador es,
en estos tiempos de multimedia, mucho más que un individuo que pronuncia un
discurso público con cierta elocuencia y verba galana, con el objeto de
entretener, informar, conmover o deleitar.
Sostener esa
proposición significa ignorar o minimizar, al menos, la milenaria influencia de
los oradores sobre los seres humanos, la inmensa e irresistible penetración de
los medios de comunicación y, fundamentalmente, los fines del arte oratoria.
En la noción
moderna de orador puede y debe caber toda expresión que tenga entidad
suficiente para convencer y persuadir deliberadamente a personas que forman
parte de un público indeterminado, para que realicen, individual o
colectivamente, una acción u omisión.
Ello
significa qué si bien cualquier mensaje puede entretener o informar, conmover o
deleitar, estos valores deben considerarse como elementos de apoyo, porque aún
queridos y apreciados por el orador, no constituyen los objetivos fundamentales
de su arte.
Un
"video-clip", los llamados comunicadores sociales, el candidato a un
cargo político, un jingle televisivo, un programa de ventas por televisión,
etc., son otros tantos paradigmas de oradores cuyos discursos se repiten
incansablemente a lo largo de días y noches.
Adviértase
que los oradores y, contemporáneamente los medios que le sirven de soporte,
ejercen una suerte de fascinación hipnótica sobre los individuos de la que no
es fácil liberarse, abandonando el lugar o pulsando un botón de apagado.
No debe
agregarse a estos remedios la febril actividad que se conoce con el nombre de
"zapping", porque su ejercicio no constituye una franca actitud de
abandono participativo sino la prosecución de la búsqueda de un nuevo orador y
discurso.
De allí el
poder inmenso del orador y su arte -potenciado al infinito en nuestros días por
los medios electrónicos- que motivó en su tiempo serias dudas a Platón, Cicerón
y otros, sobre los presuntos bienes que acarrearía la práctica de la oratoria
al género humano y la defensa aristotélica, que enfoca la cuestión como una
variable dependiente del sentido ético de quien expresa el discurso.
Para apreciar
la técnica del orador y como ésta se manifiesta a través de su obra, cualquiera
sea la modalidad (discurso, videoclip, jingles) y el medio por el cual se
canalice, deben examinarse, previamente, los factores que integrarían la
personalidad de los seres humanos.
Según Platón,
el alma humana está compuesta por tres elementos -el intelecto, la voluntad y
la emoción- cada uno de los cuales posee una virtud específica en la persona y
juega en ella un papel determinante.
Un somero y
desapasionado análisis nos indica que todo discurso está expresamente diseñado
para conquistar los elementos del modelo platónico, es decir, que persigue
alcanzar y cautivar el alma de los individuos a quienes está dirigido.
Es por ello
que luego de las etapas comunes a casi todas las piezas discursivas, esto es,
las costumbres oratorias, el exordio y la proposición, el orador comienza,
lentamente, con su tarea de convencimiento.
Tratará de
seducir, en primer lugar, al elemento intelectual por medio de argumentos muy
simples, tomados de la experiencia, para que resulten fácilmente entendidos o
asumidos por la audiencia.
El gran
público considera, comúnmente, que los razonamientos fáciles y las
demostraciones elementales que ha elegido y embellecido el orador, con talento
e ingenio, son verdades que se mantenían ocultas o realidades que nunca fueron
tomadas en cuenta.
En estos
tramos discursivos suelen deslizarse también, aún en forma involuntaria,
razonamientos absolutamente falsos que exhiben todo el aspecto de ser verdaderos,
conocidos, desde la antigüedad, con el nombre de falacias.
Resulta muy
difícil para el público, por no decir imposible, distinguir los argumentos
válidos de los falaces, por cuanto no puede detenerse a considerar la verdad o
falsedad de cada uno en particular, ya que ello significaría perder el hilo
discursivo.
Y así llegará
el momento en el que la audiencia se encuentre "convencida" o
"casi convencida" al menos, en cuanto a las bondades de la
proposición que defiende el orador, pero esto no es sinónimo de
"decisión" o "cambio" en el mundo de la realidad.
Los
integrantes del público, por una suerte de inercia psicológica, pueden
mantenerse indiferentes o incapaces de adoptar decisiones, aún en virtud de
aquellas razones u opiniones que han aceptado íntimamente o que comparten en
plenitud.
Es del caso
citar aquí a los fumadores empedernidos que
"convencidos" que el tabaco es definitivamente perjudicial
para su salud por el consejo de familiares, amigos, médicos, literatura
científica, películas, ejemplos de vida,
dolores físicos, etc., persisten en su adicción.
Por eso,
luego de convencer a su público, el orador se aprestará a utilizar todos los
medios de persuasión a su alcance para mover su voluntad.
Pero no es
fácil determinar con exactitud el impreciso momento en el que la audiencia se
encuentra preparada para que el orador pueda abordar y manipular la esfera
volitiva de todos y cada uno de sus miembros.
Los oradores
expertos solo se arriesgan a comenzar esta nueva etapa cuando perciben, por
medio del lenguaje no verbal, ciertas señales inequívocas que indican que el
público se encuentra listo para esa transición.
Entonces, más o menos conquistado el elemento intelectual en
base a la entidad de los argumentos expuestos, el orador intentará captar la
voluntad de su público con la ayuda de dos medios que se consideran
fundamentales: la afirmación y la repetición.
La simple afirmación, ha dicho Le Bon, despojada de todo
razonamiento y prueba, es uno de los medios más seguros para inculcar las ideas
en el espíritu de las muchedumbres. Cuanto más concisa sea la afirmación y más
desprovista de prueba y demostración, mayor será su autoridad.
No obstante, la simple afirmación carecería de verdadero
influjo sobre los auditorios si no se la combinara con una conocida figura
retórica: la repetición.
La amalgama de afirmación y repetición termina por
incrustarse en aquellas regiones íntimas de lo inconsciente donde se elaboran
los motivos de nuestros actos, dice Le Bon, pudiendo llegar a transformarse con
el tiempo, en función a su intensidad y frecuencia, en una corriente de
opinión.
Esto no significa la negación del uso de otros medios
persuasivos auxiliares audibles, visuales o combinados (música, grandes
murales, pantallas gigantes de televisión, etc.) antes, durante y al final del
acto oratorio.
Sin embargo, los guías son el medio persuasivo más común y
de más bajo costo que utilizan universalmente los oradores para intensificar la
captación del elemento volitivo de sus oyentes.
Estos infaltables e infatigables personajes siempre se
encuentran distribuidos estratégicamente entre el auditorio y tienen por misión
aplaudir, abuchear, silbar, lanzar gritos histéricos, vociferar estribillos o
consignas, etc., conforme a las estrictas instrucciones que se le imparten.
La actuación de los guías también es ampliamente utilizada
en espectáculos televisivos, líricos, teatrales y aún en filmes
cinematográficos y canales análogos porque tienen una influencia instantánea y
decisiva sobre el auditorio, en razón del fenómeno de imitación o contagio,
minuciosamente estudiado por Tarde, Le Bon, Ramos Mejía, Freud y otros.
Es el contagio y no el razonamiento, afirma Le Bon, el
vector que facilita la propagación de las opiniones y creencias entre las
muchedumbres y esta opinión parece reafirmarse en una obra de Freud.
A esta altura del discurso, sino antes, ya que su momento
exacto depende de algunas variables, el orador insistirá en su proposición
mediante la manipulación del elemento emocional.
Este accionar se fundamenta en el aserto de que los seres
humanos se conducen, en todo tiempo y lugar, de conformidad con mitos,
tradiciones, opiniones y hábitos comunes; en tanto, en el plano individual
florecen sus pasiones, entendidas como inclinaciones o preferencias fuertes y
precisamente determinadas.
Tanto los mitos y creencias como así también las pasiones,
negativas o positivas, pueden ser y son, en efecto, ordenadas y orientadas por
el orador para potenciar (hasta el paroxismo histérico, en algunos casos) la
persuasión de su público.
Como decía Gómez Hermosilla: "Convencer es probar al
entendimiento que una cosa es verdadera o falsa, buena o mala; persuadir es
determinar a la voluntad a que obre en consecuencia con este convencimiento ...
Con los argumentos convencemos solamente; pero supuesta la convicción, y aunque
esta no sea tal vez completa persuadimos con las costumbres y las
pasiones".
En resumen, la actividad de todo orador, entendiendo a este
término en su sentido más amplio, no tiene por objeto principal el
entretenimiento, información, solaz o deleite del público, ya que apunta
inexorablemente a lograr el convencimiento y la persuasión de todo individuo a
quien esté dirigida la pieza oratoria, esto es, subyugar su voluntad.
Artículo de Alberto Cebeira
(Publicado en "La Revista", de la Escuela Superior
de Guerra, Nº 529 abril-Junio/98)