En
días pasados reunidos como Club de Oradores, en Guanare (Venezuela) para realizar
prácticas, nos dimos cuenta que cada uno cumplía con sus intervenciones, pero
no cumplíamos con lo debido. Descubrimos que éramos eficientes pero no eficaces.
Uno
de los casos más significativos fue en una de las intervenciones, los presentes
comenzamos a reír y disfrutamos la presentación que se hizo, la sorpresa llega
cuando nuestro compañero manifestó que no tuvo como objetivo hacer reír, sino
reflexionar, cosa que logró pero debiendo para ello invertir más tiempo del debido.
Ese
momento nos descubrió ante un gran reto: ¿cómo equilibrar el ser eficaces y eficientes
al hablar en público?
Algunos
definen la eficacia como la capacidad de alcanzar el efecto que espera o se desea tras la
realización de una acción.
En la
práctica sería como aquel Orador cuyo objetivo es hacer reír al público con una
imitación de un personaje de alguna película famosa y lo logra a su primer
intento. Ello le garantiza empatizar con el público y ahorro de energía mental,
pero lamentablemente y como lo afirma Jeroen Sangers “la mayoría de la gente habla sobre la mejor manera de
hacer cosas sin pensar si realmente están haciendo las cosas que debe hacer”.
Pudimos entender que veníamos siendo
eficientes, hacíamos las cosas bien,
pero la inversión de energía mental, extensión de discurso, aplicación de
diversidad de técnicas y dominio de escenario era algo que nos toca aprender a
economizar.
Es cierto que todo orador debe poseer
gran capacidad de adaptación, creación e improvisación, porque los auditorios
siempre van a ser variados y el mérito se medirá por el grado de satisfacción
de los asistentes, pero tampoco es menos cierto que en la medida que podamos
lograr de forma más inmediata y con la menor inversión de tiempo y energía los
objetivos planteados podremos ofrecer mayor calidad a nuestro público, elevando así nuestro nivel como Artistas de la palabra hablada.
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